Cuenta una antigua historia, que hace muchos, muchísimos años en las tierras de Santgut, la gente vivía atemorizada, esclava de un temible señor.
Éste, que contaba por todo ejército con una cuadrilla de malhechores armados, tenía a su pueblo sometido a servidumbre. Era tanta la avaricia que en sí cobijaba el tirano de Santgut, que sus desgraciados súbditos apenas podían llevarse algo a la boca después de pagar los tributos oficiales, sin contar con las prebendas de los recaudadores.
Y fue por ese desmedido afán de atesorar riquezas, que obligó a todos sus habitantes a no disfrutar de sus sentidos mientras servían a su causa. Si tenemos en cuenta que para poder pagar los tributos debían trabajar de día, y gran parte de la noche, las prohibiciones estaban vigentes ya fuera a la luz del sol, o bajo cobijo de la luna en estos términos estaba redactada la ley del sin sentido.
Os preguntareis, qué implica no disfrutar de los sentidos. Es simple. Todo empezó el día en que se prohibió cantar mientras se trabajaba; la música o la danza eran un peligro pues distraían de los quehaceres, mucho más una conversación; así que se trabajaba en silencio. Más tarde se suprimieron los descansos para las comidas. A mediodía hogazas de pan y algo de leche ¡Un martirio para el paladar!.
Cuanto más estrictas las leyes, más débil se volvía el pueblo; la gente mayor no aguantaba el ritmo, y considerados una carga para aquellos que podían trabajar con mayor agilidad, también se prohibió ayudarles ¡Ni tocarlos! Daba igual que un vecino cayera extenuado al suelo, se prohibió levantar la vista de aquello que no fuera en lo que se estaba trabajando.
Así pues sometidos cuatro de los cinco sentidos, os preguntareis ¿qué fue del olfato? Pues el olfato fue lo único que no se prohibió, el único sentido del que los habitantes de Santgut decidieron prescindir de manera voluntaria. Porque Santgut otrora había sido un bello paisaje cuajado de bosques y salpicado de flores por doquier, y ahora se había convertido en un árido pozo de escuálidos cultivos y malolientes deberes.
La gente de Santgut poco a poco, empezó a ver sin mirar, a oír sin escuchar, a comer sin paladear, y a huir del calor humano centrándose en su cada vez más limitado mundo.
Sin embargo, una noche, cuando ya estaba perdida la esperanza; y contraviniendo lo esperado alguien miró al cielo. La brillante luz que vertía la luna sobre los campos se empezó a desvanecer, quedando ésta, mágicamente oculta por unos instantes. Al extraño suceso se sumaron los murmullos provenientes de diferentes lugares, y los habitantes conscientes de la tregua que desde el cielo se les brindaba, la aprovecharon.
Miraron como nunca habían visto, alzaron la voz tanto como sus gargantas lo permitieron, se abrazaron, rieron, lloraron, inspiraron cada matiz del olor de sus seres amados, y algunos incluso, tomando consciencia de todo lo que hasta entonces se les había negado, decidieron no someterse jamás, y vivir eternamente, bajo un eclipse de luna.
Costó, es cierto, pero el temible señor estaba ya viejo y con gota, y sus malhechores a duras penas sostenían el bastón con la diestra y el mandoble en la siniestra; a fin de cuentas los habitantes eran más, y consiguieron liberarse; así que los hijos de Santgut, nacieron y crecieron bajo un sol más radiante que el de sus padres... pero nunca, nunca con una Luna más piadosa.