Cuando le conoció, le impresionó su físico. Era alto, fuerte, de pelo no demasiado oscuro y ojos intensamente verdes. Su sonrisa era amplia y fascinante y enseguida la cautivó, más aún cuando se tomó la pequeña licencia de acariciar sus labios con el pulgar para toda despedida junto a la promesa de volverla a llamar.
La siguiente semana después de ir al cine, tomaron unas copas en el pub donde él había trabajado tiempo atrás.
La camarera les sirvió la bebida y con ella unos frutos secos. Sus manos se chocaron varias veces al intentar coger los cacahuetes. Sonrisas y confidencias, coqueteos y guiños a media luz se sucedían mientras la música les envolvía.
Ella, colocó el pie en la barra de su taburete, y él la acercó hacia sí mientras buscaba el modo de besarla.
A medida que el tiempo avanzaba y la vergüenza se ahogaba entre copas, sus manos se encontraban con más facilidad. Él, desafiante, preguntó; y ella intentando que no le temblara demasiado la voz, respondió prueba.
Y así sucedió. Fue intensa y reñida la batalla de besos, caricias y abrazos que se libró aquella noche en ese local, para seguir disputándose con total impunidad en la calle de esa fría noche de invierno.
Las manos de él, fuertes, cálidas y decididas tejian redes de ansiosos deseos en las que ella se perdía irremediablemente. Como dos adolescentes se devoraron furtivamente en la entrada del garaje. Ninguno de los dos se preguntó qué pasaría mañana, si volverían a encontrarse o se separían para siempre, no les importaba nada, ni nadie en ese momento, porque todo el universo, se concentraba bajo la ténue luz de las farolas que iba a morir sobre ellos.
Al separarse, él marchó con una sonrisa en los labios. Ella también, aunque se desvaneció por un momento al comprobar tocándose el lóbulo de la oreja que había perdido uno de sus pendientes favoritos. A excepción de ese y de algún que otro insignificante momento, ella, no ha vuelto a perder la sonrisa desde entonces.
Hace un año de esa noche, y lo que son las casualidades; precisamente hoy encontré en una vieja polvera, el pendiente que me queda.
- ¿sí?
- ¿Cariño, dónde estás?
- En casa, estudiando...
- Muy bien, ve a la cocina
- ¿A la cocina?
- Sí, ve a la cocina. Bate un par de huevos, anda; échale sal y un poco de perejil picado.
- ¿Perejil? Creo que no queda.
- Sí, sí queda, congelado.
- Vale
- Haz eso, y pon la carne dentro, déjamelo así. Cuando llegue de trabajar haré la cena yo.
Y a mí que me da que esta noche ceno bien...
La respiración de Gabrielle era rápida y entrecortada, aunque quedaba ahogada entre el jaleo que inundaba cada rincón de la ciudad. Con sus pies lastimados después de recorrer innumerables callejuelas pisando los panfletos enfangados de Camille, llegó hasta los aledaños del café Foy donde pudo verle desde lo lejos sobre una silla; empuñando una espada en la diestra, y una pistola en la siniestra, enardecido, llamaba a las armas.
La muchedumbre no dudó en hacer suya la consigna, y ya las gentes prudentes no se atrevieron a salir a la calle.
Sin embargo Gabrielle, que no pecaba de cautelosa, embozada en su capa observaba como multitudes de hombres armados con picas y palos recorrían las calles y saqueaban las casas de usureros y enemigos del pueblo, así como de los que pudieran atesorar armas o pan.
Desde una de las ventanas revestidas en piedra un cubo lleno de orín fue a caer sobre uno de los grupos. Intentando esquivar el impacto empujaron a la chica que cayó de bruces al suelo.
Un muchacho cargado con sacos de harina la ayudó a levantarse.
- François - sonrió - no hace falta que me deis las gracias. Es un mal día para pasear por París, señorita.
Gabrielle asintió con gesto de agradecimiento y sin soltar su brazo le siguió calle abajo hasta la plaza de la Grève. Contempló boquiabierta el ir y venir frenético de la gente.
- Llevan días haciendo acopio de harina y pólvora- apuntó François
- ¿Entonces, es cierto que pretenden asaltar la fortaleza? - Preguntó casi a gritos al muchacho mientras era saludado efusivamente por otro grupo de jóvenes armados.
- Caerá estimada...
- Gabrielle continuó ella en voz alta para que pudiera oirla.
- Caerá estimada Gabrielle -aseguró él con socarronería- Sígueme.
Pero antes de poder coger de nuevo su brazo, el silbido de las balas sesgó el espeso clima de tensión que envolvía la concurrida plaza. La multitud estalló en griterío mientras se agazapaba y corría a guarecerse bajo los soportales.
François tuvo que golpear a más de un ciudadano para llegar hasta ella y poder protegerse ambos tras una improvisada y no demasiado segura barricada.
Gabrielle se tapó los oídos por el estruendo e hizo amago de echar a correr. El joven intentó convencerla del peligro que suponía abandonar el refugio.
- No puedo - susurró ella con pesar, lamentando abandonar el escenario privilegiado desde el cual era testigo de todo lo que sucedía.
- No te vayas ahora- le suplicó él tirándola del brazo.
- Juro que me quedaría contigo, François, pero no puedo - respondió intentando zafarse de él.
- No, Gabrielle, noooo! - Gritó mientras la chica con semblante desilusionado desplomaba sobre él y la muchedumbre que amenazaba con tomar la Bastilla el resto de las páginas del tomo V de la Enciclopedia Universal dedicado a la Revolución Francesa.
Acto seguido, terriblemente frustrada se levantó de su asiento de la biblioteca y fue a devolver el tomo a su estantería. Tuvo que desplazarse varios pasillos para ir de la sección de Historia a la de Pedagogía y fue allí donde cogió una edición comentada de L'Emile ou de l'éducation". Aunque el libro era significativamente más pequeño y delgado, a ella le pareció que pesaba cien veces más.
Pasó el dedo por el índice y siguió con la mirada diferentes páginas hasta dar con una. Rousseau esta vez estaba sentado en su escritorio, sus manos llenas de tinta negra y el pelo enmarañado. La chica estiró su dedo índice y presionó con fuerza la cabeza del pensador contra la mesa repleta de borradores de discursos sobre métodos pedagógicos. El golpe contra la madera fue impresionante y cuando Rousseau consiguió reponerse, su nariz sangraba a borbotones manchando todo cuanto escrito tenía el hombre sobre su mesa.
- ¡Cuidado!- Gritó ella haciendo que media biblioteca se volviera para comprobar que estaba sola frente a su libro- ¡Eso de ahí entra en mi examen!