Los gemidos desesperados impidieron que Violant oyera llegar a Saiara, que envuelta en una manta, había salido en busca de Neil para descubrirlos revolcándose como animales en medio de aquel satánico escenario.
El grito desgarrado que arrancó Saiara de su garganta rota, hizo temblar las paredes de aquel altillo; sus ojos se anegaron por el llanto de impotencia ante la abominable escena que presenciaba, pero eso no le impidió embestir a Neil con fuerza, y a Violant con él, contra el altar en que la bruja había conjurado. Los frascos que ésta contenía se precipitaron estrepitosamente contra el suelo, rompiéndose algunos en mil pedazos, pedazos que, como si se trataran de metralla, fueron a clavarse en los cuerpos de ambos. Los líquidos se arremolinaron en el suelo, colándose entre las fisuras que Violant había provocado al grabar el pentáculo. Bastó que se derramara una sola gota de cera ardiente para que prendiera el entarimado. Las llamas azules y verdosas se elevaron hasta el techo de la estancia, haciendo que éste, también prendiera con suma rapidez. En un instante la pareja que antes yaciera, se veía totalmente rodeada por las llamas.
- ¡Y murieron quemados!- exclamó excitado uno de los gemelos, interrumpiendo la historia del abuelo.
- Eso cuentan. Sin embargo sus cuerpos nunca fueron encontrados.
Ainot que tumbado en su cama podía oír la historia que era narrada desde el comedor, movió los labios repitiendo en voz baja y de memoria, lo que su abuelo les diría ahora a sus hermanos.
- Guardad vuestras espaldas esta noche maldita; pues la bruja anda suelta por el pueblo y en su afán por conseguir el alma de su amado, se lleva a todo aquel que encuentra en su camino.
Una vez terminada la leyenda, Ainot se dio la vuelta y susurró estupideces- antes de caer dormido profundamente.
Sus sueños fueron agitados; quizá por la historia que oyera antes de dormirse, puesto que soñó que veía a la dulce Saiara.
La imaginó hermosamente celestial, sus largos cabellos precipitándose sobre su espalda, cubierta con una manta, descalza... con un gesto de piedad infinita en su rostro y un aura de dulzura envolviéndola como si de una diosa mártir se tratara. Totalmente etérea, se acercaba a su cama para posar dulcemente sus lívidos labios en los suyos, jóvenes y carnosos. Sin embargo algo cambió en ese preciso instante; el candor que manaba de la joven se convirtió en gélido aliento, un frío estremecedor se adueñó de él. A juzgar por el aullido de los lobos que podía oír como si estuvieran en su habitación misma, la ventana debía haberse abierto. Quiso incorporarse para cerrarla, pero el cuerpo antes liviano de la mujer parecía aprisionarle como una pesada losa de mármol contra el colchón. El badajo del ayuntamiento empezó a golpear las horas como si acompañara la lucha que mantenía el joven con su sueño. A medida que una tras otra caían las campanadas, el rostro dulce y hermoso de la mujer se iba tornando en áspero y anguloso, el cabello se ennegrecía como el tizón, el camisón se tornaba en vestido rasgado y la piel de su portadora se quebraba como salpicada por mil cristales. Ainot creyó por vez primera en la leyenda y rezó para que Dios se apiadara de su alma, sin embargo no fue Dios quién lo hizo.
La puerta de la habitación de Ainot se abrió de golpe y éste reconoció a su abuelo de inmediato. Llevaba el atizador en la mano y sin pensárselo dos veces golpeó con fuerza a la sobrenatural mujer que aprisionaba a su nieto. La bruja cayó al suelo y antes de que pudiera reaccionar, se vió cogida por el cabello.
- Olvídate de él, maldita bruja- dijo el viejo con voz alta y clara.
El espectro de Violant se revolvió en el suelo clavándole una mirada desafiante. No parecía que fuera la primera vez que lo hacía.
- Volveré- amenazó ella antes de poder zafarse y huir por donde había venido.
Ainot observaba aterrorizado a su abuelo, el pecho del cual quedó iluminado por la tenue luna que brillaba al otro lado de la ventana, cuando aseguró los postigos de ésta. Hubiera podido jurar que la piel de su abuelo estaba igualmente cuarteada que la del fantasma.
- Olvida todo cuanto has visto esta noche, sólo ha sido una pesadilla- El viejo le lanzó una mirada sancionadora antes de salir de su habitación, para volver a la suya donde le esperaba su abuela. Ésta llevaba el moño que acostumbraba totalmente deshecho, y su pelo blanco como la nieve se precipitaba por su espalda. Estaba cubierta por una manta, no lo suficientemente grande para ocultar que iba descalza.
No le hizo falta ver la mirada cándida que le dedicó a su esposo; la misma que la bruja había tomado prestada para engañarle momentos antes en su cama, para saber por qué nadie encontró nunca... los cuerpos de Neil y Saiara.
A mi guía, mi luz, mi protector y protegido, mi mano derecha, la criatura más bella que haya existido jamás, a quien admiro profundamente, a quien disfruto queriéndole y dejándome querer, en su XIX aniversario.
El viento rugía con mayor fuerza por momentos, y el cielo se teñía de sangre. La luz anaranjada que se colaba entre los nubarrones acechaba a todo cuanto incauto osaba pasear por las callejuelas del pueblo en tan señalada noche. Pasos presurosos buscando un portal donde guarecerse, cascos de caballo retumbando sobre el adoquín desgastado y el crujir de los portones cerrándose a cada paso. Después, el siseo de la madera asegurando las entradas. Algún avezado muchacho corría embozado cargado de leña, la noche se antojaba fría.
Y no se trataba de un frío común el que las gentes del lugar recordaban vivir cada 25 de Noviembre desde hacía ya numerosos años, era un frío sobrenatural.
A la luz chisporroteante de algunas chimeneas, los más viejos del lugar entre susurros y lamentos quedos contaban la historia que juraban, había sembrado la desgracia en el pueblo, y los había marcado con el fuego del diablo para siempre. Y lo hacían en susurros, porque temían siquiera referir la historia en voz alta y suscitar la ira de algún alma atormentada, alma que correría desatada esa noche.
Cuando el cielo cesó en su aviso cubrió con su oscura mortaja el paisaje desolado de piedra y barro. Las sombras acechaban traicioneras en cada esquina y absolutamente nadie se atrevía a abandonar la seguridad del hogar y su lumbre. El silencio reinaba en el pueblo, que de no ser por las parpadeantes luces que de alguna que otra casa se colaban tras las ventanas cerradas, hubiera podido pasar por pueblo fantasma.
Ainot estaba sentado sobre su lecho. No entendía cómo era posible que una vez más todos los aldeanos parecieran volverse locos y se ocultaran en sus casas atemorizados por una simple superchería. Su madre le había ordenado cerrar los postigos del ventanal por el que observaba curioso, sin embargo, la espesa oscuridad que envolvía todo esa noche le resultaba sumamente atractiva, y no le hizo caso.
Su casa, al igual que la de todos sus vecinos estaba cerrada a cal y canto. En el comedor un aire de temor lo inundaba todo mientras junto a la lumbre, los gemelos; hermanos de Ainot, escuchaban con atención a su abuelo contar la leyenda, la misma que él había oído cada 25 de Noviembre.
La noche era fría, como ésta, y en los altillos de la antigua escuela del pueblo, hoy derruida, Violant maquinaba una despreciable treta al amparo de la oscuridad.
Rodeada de libros que contenían antiguos conjuros y prohibidas pociones, protegida por la más negra y peligrosa de las magias mezclaba ingredientes seleccionados con premura y se deleitaba vertiendo contenidos de frascos cubiertos de polvo, en un viejo caldero de hierro.
Sus ojos negros como pozos centelleaban con el baile de las velas, que colocadas en un pentáculo, arrinconaban la penumbra de aquella escuela convertida en madriguera. Sus labios se entreabrían recitando letanías profanas en la lengua de Satán cuyo murmullo se confundía con el del frío viento que azotaba las maderas del la escuela.
El reloj del ayuntamiento dejo caer, una tras otra, doce pesadas campanadas, que Violant recibió sentada en el suelo del aquel ático, las manos rodeando sus rodillas, con las ropas arrugadas y el pelo enmarañado cubriéndole la cara. Su mirada fija en la puerta, aguzando el oído en busca de una señal que indicara que su conjuro había surtido efecto.
Neil Jacobs oyó el tañido de la última campanada y se incorporó en la cama. Como poseído por una fuerza extraña, se ajustó los pantalones de labranza y se dispuso a salir. Tal era su trance, que ni tan siquiera notó la gelidez del viento en su torso desnudo.
No así Saiara, su joven esposa, que se despertó aterida de frío, sobresaltada al descubrir que su marido no yacía junto a ella y que la puerta de su casa, entreabierta; golpeaba estrepitosamente.
Pasaban diez minutos de la medianoche, cuando Violant desesperada y con los oídos a punto de estallar por lo atronador del silencio que reinaba en su alcoba maldita, oyó un leve crujir de madera. Apartó con brusquedad el mechón de pelo que le recorría la frente y su cuerpo se puso en tensión. Las pisadas cada vez se oían con más claridad, y los escalones delataban la llegada de alguien, como el presuroso palpitar del corazón de Violant delataba la ansiedad de la que era presa. De repente los pasos cesaron y sólo el bombear de la sangre agitada de la mujer retumbaba en sus sienes.
Entonces la puerta se abrió de par en par, dejando intuir la silueta de un hombre. Neil Jacobs tenía la mirada perdida y el semblante impávido. Estaba de pie bajo el arco de la puerta y su sombra se contoneaba en el suelo al compás de las llamas. Violant sonrió tímidamente en un acto de coquetería, poco después su sonrisa se tornó en una tétrica carcajada. Había conseguido lo que pretendía. De entre los frascos y enseres que la mujer había dispuesto a modo de pequeño altar, cogió un paquete envuelto con un trapo; lo desenrolló con cuidado y de él sacó dos pequeñas figurillas de resina, la una con forma femenina, la otra con atributos de varón. Sobre el modelado cuerpo de cada uno, y con un pequeño athame ritual grabó sus iniciales, para acto seguido cortar un mechón de su largo y oscuro cabello y unir las figuras con él. Bastó una mirada para que Neil acudiera a la llamada de la bruja.
Una vez ambos estuvieron en el centro del pentáculo, la mujer estudió los rasgos de Neil. Pasó sus manos por el rostro enjuto del hombre y se deleitó modelando sus hombros, recorrió con las puntas de sus dedos su helada espalda para acercar después sus pechos al suyo, como si intentara darle parte de su calor, rodeándole con sus brazos. Su satisfacción era plena.
Clavó la punta del athame en el dedo corazón de Neil, dejando caer unas gotas de su sangre en las figuras talladas. Entonces, como si el mismísimo demonio le poseyera, Neil rasgó de parte a parte el vestido de Violant y la tomó violentamente en el suelo de aquella estancia.
Si la conciencia son las voces de aquellos a los que hemos enterrado vivos, dime... cuando te envuelve la oscuridad de la noche y te sumes en la más absoluta de las soledades...
... ¿Aún puedes escuchar la mía?
A las 930h de la mañana, el profesor de Psicología del desarrollo nos explica la teoría del aprendizaje o condicionamiento operante, y nos pone como ejemplo uno de los experimentos que llevo a cabo Thorndike con gatos ( 1911).
Su propósito era estudiar cómo reaccionaban una serie de gatos ante diferentes estímulos, y demostrar que su inteligencia estribaba en la capacidad para construir patrones de comportamiento que les reportaran una satisfacción, y su consciencia de interactuar con el mundo.
Hablando en plata; el bueno de Thorndike metió gatos con cierto apetito en jaulas, sin comida ni bebida. Situó en su interior una palanca; si los gatos accionaban la palanca se les proporcionaba el alimento. Tras intentos por conseguir la comida por otros métodos, los gatos acaban aprendiendo que si accionan la palanca obtienen su premio.
Ahora bien, supongamos que soy un gato. Sé que si quiero comida, sólo tengo que pulsar una palanca; sin embargo el bueno de Thorndike decide cambiar el juego: Cada vez que accione la palanca recibiré una pequeña descarga eléctrica donde antes me ganaba la comida. Tarde o temprano llegaré a la conclusión de que mejor no acercarse a la palanca.
Ahora imaginemos que el premio o castigo que reciba no obedece sino al azar. Las recompensas o castigos son aleatorias. Una vez me dan comida, otras dos descargas, una cuarta y quinta comida, tres descargas más...
Intento ponerme en el papel del gato; como gata testaruda que sería, haría aquello que aprendí en un principio, y aguantaría estoicamente las primeras descargas.
Al final, tras recibir sinfín de sacudidas, debería enfrentarme al dilema ¿Prefiero morir de inanición, o acaso electrocutada?
En mi caso está claro, prefiero morir de lo primero, aunque para ello deba alejarme de la palanca ( olvidando así que un día me reportó estímulos gratificantes en lugar de descargas)
¿Y todo esto a santo de qué? A santo de que cualquiera, puede jugar a ser Thorndike... con el único inconveniente de que yo; no soy una gata.
Las luces se veían desde lo lejos y el ruido reverberaba en las afueras del pueblo.
Relucientes casetas rojiblancas sembraban el espacio que año tras año aguantaba estoicamente las lluvias, tan frecuentes en esa época del año.
El suelo olía a mojado, y las botas de los niños que seguían a sus padres de la mano entre chillidos y algodones de azúcar, se hundían en la oscura tierra, removida por el trajín de cientos de visitantes llegados de todas partes.
Las músicas de los diferentes puestos se confundían en ecos mareantes con el jolgorio generalizado y los gritos divertidos que provenían de algunas atracciones.
También las voces metálicas de los feriantes intentaban hacerse un sitio en la densa neblina que envolvía la noche.
Una muchacha espera junto al kiosko de las manzanas de caramelo mientras varios jóvenes hacen apuestas sobre quién de ellos presenta mejor fuerza, empuñando para ello una enorme maza de madera junto a un termómetro colosal. Por su parte, un grupo de trileros y sus ganchos, aprovechan el escenario para intentar captar la atención de algún incauto.
Un pequeño circo, casi improvisado, anuncia que en breve comenzará el espectáculo; payasos, funambulistas, el hombre bala, la mujer con el corazón de acero... cientos de banderines con los colores de la carpa bailan frenéticamente en el frío de la noche.
Los carromatos de los gitanos descansan en el descampado. Se les ve desde lejos por las hogueras que tienen prendidas y por los vítores que lanzan a una esbelta zíngara que al ritmo de palmas y panderetas empantana sus tobillos mientras baila descalza.
- Niña, deja que te lea la mano.
Una gitana se ha acercado a la muchacha del puesto de las manzanas, que niega con la cabeza.
- Tienes la carita más blanca que la leche, pero a mí no me engañas; eres más gitana que yo. Anda, dame la mano y te digo el por qué de esos ojos tristes
La chica, curiosa; accede. Sin embargo en cuanto la gitana coloca su índice sobre la palma de su mano, un escalofrío la recorre de pies a cabeza y hace que la suelte con brusquedad. Mira con incredulidad a la chica, que a su vez le devuelve una mirada de temor.
- ¿Qué has hecho mujer- pregunta con pena- para que te maldigan?
La chica mira alarmada su mano- ¿Acaso ve una maldición?
- Ay, mi niña. Puedo verla tan clara, como el agua de mayo. Que me lleve el diablo si alguien que te ha querido con locura no es el mismo que te ha condenado.
Aunque la muchacha se cree escéptica, las palabras de la gitana no la dejan indiferente.
- ¿Y se puede saber a qué he sido condenada?
La gitana vuelve a tomar su mano, y repasa con cuidado los surcos que la recorren, cierra los ojos e interpreta como si de un grabado se tratara.
- Lo que aquí veo, dice así:
Vas a rodar lo mismo que una maldición.
Serás como la falsa moneda, aquella
que de mano en mano va, y ninguno se la queda.
Pagaras tus penas sabiendo que quien sea el hombre al que tú quieras, pagará por siempre tus quereres... con la peor traición-
La gitana se colocó la mano en el pecho, como si le dolieran en el alma las palabras que había pronunciado, y se marchó.
La chica, atemorizada, se colocó el pelo detrás de la oreja, se envolvió de nuevo en la chaqueta, e intentó calmarse pensando para sí misma que sería una estrategia de la gitana para venderle algún tipo de amuleto. No había acabado de pensarlo cuando la mujer que ya distaba de su lado varios metros se giró de nuevo hacia ella y en tono desafiante le confió la sentencia.
- La maldición de la falsa moneda, no sabe de amuletos, niña.
¿ Cómo demonios le había leído el pensamiento? ¿ Y qué significaba esa maldición?
Echó un vistazo a su alrededor y se asustó. El tenderete había cerrado y los chicos de la maza ya se habían ido, un viejo mugriento y desdentado le sonreía en su lugar.
Se sintió insegura y decidió volver al barullo de la multitud la falsa moneda- repetía para sí misma mientras frotaba la mano contra su ropa, como si pudiera liberarse de ella. Ojalá no hubiera dejado que leyera mi mano- pensó. La música estaba tan alta que no la dejaba pensar, creyó marearse. Empezó a desesperarse buscando la salida de la feria entre tanta gente, pero estaba tan aturdida que era incapaz de verla, sus ojos sólo recogían escenas concretas, hombres con caras emborronadas calzados con zancos lanzando mazas hacia el cielo, llantos aislados de niños por haberse perdido entre la multitud, ojos abiertos contemplando los corceles mecánicos dando vueltas, una y otra vez en su autómata devenir, y la música desafinada que no paraba de metérsele en la cabeza. la falsa moneda - una pareja sale abrazada del túnel del amor y la empuja contra el carromato de las pociones milagrosas. Coloca las manos sobre sus rodillas intentando recuperar el aire mientras observa como sobre un improvisado escenario gesticula un mequetrefe rodeado de ampollas de diversos colores etiquetadas de las más variopintas maneras. Sus exclamaciones se pierden donde la figura de un enorme Frankenstein desgastado por los años de funcionamiento, levanta su pesado brazo mecánico y lo deja caer con fuerza, soltando una grotesca carcajada fantasmagórica. La muchacha intenta llegar hasta la salida pasando por delante del pasaje del terror.
Ya no da nada de miedo- reconoce con voz infantil el cabecilla de una banda de niños que corre hacia los banderines del circo- ¡Vayamos a ver a la mujer del corazón de acero!.
- ¿La mujer de acero?-
En ese momento la curiosidad venció a las ganas de marcharse y siguió con dificultad a los niños hasta que se colaron por una pequeña abertura de la carpa.
Se quedó fuera, observando por el agujero que habían dejado abierto, como en medio de la pista situaban algo semejante a un cadalso en el que aparecía, en el centro, una mujer. Su cara tenía el mismo color de la muerte y se le había intentado dar vida con un excesivo maquillaje. Estaba de pie, inmóvil, ajena a la realidad que la rodeaba.
La voz rota y cazallosa del presentador anunciaba el próximo espectáculo.
¡Pasen y vean a la mujer con el corazón de acero! ¡Un espectáculo único! ¡La mujer que no siente ni padece! Por el módico precio de una palabra amable, una frase de aliento o un piropo, vacíe el cargador de nuestro fusil directamente en el pecho de la dama-
Un sonoro Ohhh- del público despertó la carcajada del presentador- ¡No se preocupen, amigos, es la estrella de nuestro espectáculo, seguro que estará bien!
Y un suspiro tranquilizador se adueñó de la concurrencia.
Sin embargo, fuera del recinto la joven observaba el perverso espectáculo con expresión desencajada.
De no ser porque estaba segura de que dentro de ese cuerpo que esperaba ser disparado no había nada, hubiera jurado que sus miradas en un punto, se cruzaban, para entender de una vez; que si la maldición que le auguraba la gitana, era cierta; sería ella y no otra, la próxima que ocupara el lugar de la que iba a ser disparada.
Un estrepitoso ruido rasgó de parte a parte la noche. La mujer recibió un certero impacto que la hizo caer primero de rodillas; en la estructura de madera, para desplomarse poco después sobre la arena de la pista.
Los gritos de mayores, y llantos de pequeños precedieron la estampida que dejó desierto el circo, a excepción del cadáver de la mujer con el supuesto corazón de acero, y la chica; que apoyada de espaldas a la carpa, resbalaba hasta quedar sentada en el barro, con los ojos cuajados en lágrimas, la mano encarnada cubriéndose el pecho y el mismo color de la muerte en su cara.
Una cama enorme, llena de almohadas esponjosas. Un mullido edredón nórdico de blanco impoluto sobre ésta. Sábana bajera salpicada de pequeñas rosas rojas y detalles verde pálido combinadas con una delicada grafía medieval que recuerda con su rose que yaces sobre un jardín de suave tacto.
La habitación amplia, con un generoso ventanal que recoge el sol de la mañana y lo filtra por unas delicadas cortinas, más concebidas para la calidez del ambiente que no para contener los rayos que la traspasan. Una brisa fresca favorece su leve contoneo y parece inundar la estancia de aroma a lavanda y a romero. No hay despertadores, ni relojes, ni tic tac que perturbe la música del silencio. Ni un debo hacer ni un tengo que que empañe la dulce calma del momento, la única consciencia del paso del tiempo lo marcan las nubes que en su caprichoso paso por el cielo, juegan a taparlo momentáneamente y a cambiar la luminosidad de la estancia como por arte de magia.
A los pies de la cama dos servicios, una jarra humeante junto a dos croissants aún calientes, unos preciosos y diminutos recipientes de cristal rebosantes de mantequilla y mermelada de fresa.
Unas piernas enlazadas en las tuyas, un abrazo con olor a suavizante y un beso que se pierde en tu pelo enmarañado.
El universo entero en una caja de cerillas, cubierta de algodón y con un cartel de do not disturb en su tapa.
Cuando estoy agotada, física y mentalmente, cuando me flaquean un poco las fuerzas, o simplemente aparecen por mi mente nubarrones tan densos como los que amenazan mi isla estos días, cierro los ojos y me refugio en paraísos inventados, reconstruidos al detalle sobre cimientos de sensaciones añoradas o deseadas, como cuando era pequeña y jugaba a ser princesa delante del armario de mi abuela cuya chapa era brillante y me reflejaba cargada de abalorios y tapetes de ganchillo imitando velos y tules maravillosos. Hoy no queda nada de ese armario, ni de los tules, ni de los abalorios, pero creo que aún queda parte de esa niña que soñaba. Y sí, quizá sea la lluvia que tanto me gusta, la que me traiga recuerdos pasados de tiempos hermosos y un cierto regusto agridulce de pérdida de esa inocente felicidad.
No soy la dueña de un hotel en la Provenza, si así fuera estaríais todos invitados, sin embargo y de momento; he conseguido algo importante, y es colarme por un instante en vuestras casas, en definitiva en un pedacito de vuestro tiempo que es el que habéis invertido en leerme, es así que aprovecho para dejaros las llaves de mi caja de cerillas, para que si alguna vez se nubla también vuestra ventana podáis refugiaros en ella.