Hoy los relojes se paran. Cada hora, cada minuto, cada segundo; decide precipitarse lentamente en sentido contrario. Ya no avanzan. Retroceden. Y en su repentino cambio de sentido, los números que adornan las esferas van cayéndose uno a uno, lastimeros.
Desde aquí los oigo estrellarse contra el suelo. Frágiles como cristales, algunos estallan sin más; otros se dejan caer pesadamente y retumban con gran estruendo, pero todos y cada uno de ellos, acaba por ir a morir en el suelo cuajado hoy de polvo y hastío.
No existe por tanto ya, la posibilidad de seguir calculando aniversarios, ni de jugar a imaginar qué estaremos haciendo en el futuro.
Precisamente hoy, los relojes se paran. Porque entendieron que no tienen ya qué medir.
Porque si existe un Tiempo a partir de ahora, no es otro que el del Olvido.
La sombra punzante y despiadada del Egoísmo volvió a rondar la doliente calma con la que creía haber espantado los malos augurios, y que parece ser, tan sólo sirvió de pasto para la emponzoñosa riada conspiratoria.
Busqué un lugar donde ocultarme, lejos de todo y de todos; y lo encontré. Y allí vi caer la tarde y dar paso a la noche, hundida en mis pensamientos, oculta tras el vidrio oscuro que protegía los pedazos de sueños líquidos que resbalaban lamiendo el salitre de mi rostro, para estrellarse en la aridez de las páginas de mi novela.
Empiezo a preguntarme, si fui demasiado ambiciosa al ansiar la Felicidad, quizá debí conformarme simplemente, con ser capaz de soportar el Desasosiego.
