Abrió las persianas de par en par y la luz del sol se derramó por la ventana acariciando la blancura de su cuerpo. No sólo entró la claridad de la mañana en su habitación, también el murmullo ajetreado de los que andaban en la calle.
Señoras cargadas con sus carritos de la compra parloteaban, un grupo de niños correteaba alrededor de los columpios cuya pintura estaba ya descascarillada, el kiosko aparecía con las barreras echadas mientras una hoja arrancada torpemente de un viejo cuaderno aseguraba que el dueño aparecería en no más de 5 minutos. Y entre todo el bullicio matinal; él. Paseaba por el parque ensimismado y cabizbajo, en la mano llevaba su gastada maleta de cuero marrón. Mal cerrada, dejaba asomar puñados de sueños plasmados en folios a doble cara. No aguantaba más, se iba. Abandonaba.
El sol que iluminaba la habitación pareció diluirse en sombras.
Ella entornó los ojos y arrugó la frente en un profundo gesto de pesadumbre, posó la mano sobre su pecho que palpitaba con fuerza y reprimió el terrible deseo de correr hasta él para abrazarle, de cogerle las manos con ternura y levantarse sobre las puntas de los pies para dejarle un beso cargado de emoción en su frente. Sofocó también las ganas de acariciar su rostro y decirle que no todo era como él imaginaba, que no estaba solo, que podía contar con ella, que... que le quería con todo su corazón... Sin embargo, no hizo nada de eso.
Se quedó unos segundos de espaldas a la ventana, recordando durante unos instantes cómo habían llegado cada uno de ellos a dónde estaban ahora, después cogió el libro que tenía sobre su mesa. Aunque pareciera por azar, la página que buscaba y por la que se abrió el libro había sido leída en muchísimas ocasiones. A medida que pasaba con suavidad su dedo por las letras, éstas salían presurosas de sus labios, siseando en el aire como si pretendieran ir a morir al oído de él.
Y mientras que tú cantabas
yo, inocente me pensé
que nos casaba la luna
como a marido y mujer.
¡Pamplinas! ¡Figuraciones
que se inventan los chavales!
Después la vida se impone:
tanto tienes, tanto vales;
Otra cualquiera en mi caso,
se hubiera echado a llorar
yo, cruzándome de brazos
dije que me daba igual
Y ná de pegarme un tiro
ni liarme a maldiciones
ni apedrear con suspiros
los vidrios de tus balcones.
Vive cien años contento
y a la hora de la muerte,
Dios no te lo tenga en cuenta.
Que si al pie de los altares
mi nombre se te borró,
por la gloria de mi madre
que no te guardo rencor.
Mas como es rica tu dueña,
te vendo esta profecía:
tú, por la noche, entre sueños
soñarás que me querías,
y recordarás la tarde
que mi boca te besó
y te llamarás «¡cobarde!»
como te lo llamo yo.
Pensarás: «no es cierto nada
yo sé que lo estoy soñando»;
pero allá en la madrugada
te despertarás llorando,
por la que no es tu esposa,
ni tu novia, ni tu amante,
sino la que más te ha querío.
Con eso tengo bastante.
Y tras cerrar el libro de poesía, pidió dos veces perdón.
La una a Rafael de León, por adaptar a placer su poesía.
La segunda a él, por aún queriéndole, haberse resuelto a olvidarle.
Odio, odio profundamente a aquellos que sólo saben escucharse a sí mismos, odio a aquellos que se creen ser el ombligo del mundo, los que piensan que cuando te diriges a ellos es para atacarles ( como si no existiera nada mejor que hacer). Odio a los intolerantes que se visten de crucificados, a los que no ven más allá de un palmo de sus narices. A los aprendices de demagogos que se creen con poder para hacer sentir mal a los demás cuando lo único que consiguen es aislarse más en su propia burbuja de egocentrismo. A los que cuando no juegas a lo que ellos quieren, rompen el tablero. A los victimistas qué sólo hallan consuelo cuando les lamen el culo. A los que piensan que por tener una sombra que les halaga, están imbuidos de la razón.
A los que escondidos detrás de sus frustraciones disparan a las inseguridades de segundos; y terceros. A los que sólo se sienten bien cuando los siguen cortes de babosos y olvidan que un día estuvieron solos, que mañana probablemente también lo estarán. A los que sólo oyen aquello que les interesa escuchar, pero lo que más, más, más odio es tenerlos tan cerca como para que su mierda me salpique.
Y la verdad; ya me estoy empezando a cansar.